
Enecrom, se llamaba, así lo bautizó su madre quemándole la frente con el signo ardiente del rencor.
Los lobos cuando Enecrom llegó al mundo, aullaron su presencia nueva, su blanca ilusión de niño, el Caín desventurado, aún sin hermano al cual matar.
Así le regaló la vida su segunda miseria.
Los tiempos corren presurosos, entre nubes rojas y el cielo turquesa, abnegado de promesas de un dios olvidadizo y vago.
Naturaleza de maderas negras, texturadas por el vino viejo que las manchó eternamente de un rojos fuego.
Una noche entre las cortinas del cuarto a su madre escuché hablarle mientras el dormitaba en su cama.
A la mañana, despertó y al notar una gota de sangre en la almohada blanca, echo a llorar.
Pobre de mí - murmuraba triste y en llanto. No había rastros de ella, había desaparecido.
Apesadumbrado, entró en locura de fuego.
Tomó un cuchillo y lo clavó aún con los ojos lagrimosos, que antes de morir quedaron mirando a su madre entrar por una puerta, sorprendida por la decisión apresurada de su joven hijo y amante.
Arrancó el cuchillo de entre las tripas del muerto y mezclo su sangre con la de él.

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