24 de enero de 2007

Enecrom


Enecrom, se llamaba, así lo bautizó su madre quemándole la frente con el signo ardiente del rencor.
Los lobos cuando Enecrom llegó al mundo, aullaron su presencia nueva, su blanca ilusión de niño, el Caín desventurado, aún sin hermano al cual matar.

Así le regaló la vida su segunda miseria.
Los tiempos corren presurosos, entre nubes rojas y el cielo turquesa, abnegado de promesas de un dios olvidadizo y vago.
Naturaleza de maderas negras, texturadas por el vino viejo que las manchó eternamente de un rojos fuego.
Una noche entre las cortinas del cuarto a su madre escuché hablarle mientras el dormitaba en su cama.

“Enecrom, sabes que tu padre ha muerto hace tiempo y no he conocido hombre porque tu no has querido, entonces ser mío, con la sangre y la libido heredada, dame tu néctar que quiero ser madre de mi madre, hija de mi hijo”.

Enecrom, que nunca desobedecía al deseo de su única compañía, tocó su frente donde arde aún el signo del rencor y la tomó para si.

A la mañana, despertó y al notar una gota de sangre en la almohada blanca, echo a llorar.
Pobre de mí - murmuraba triste y en llanto. No había rastros de ella, había desaparecido.
Apesadumbrado, entró en locura de fuego.
Tomó un cuchillo y lo clavó aún con los ojos lagrimosos, que antes de morir quedaron mirando a su madre entrar por una puerta, sorprendida por la decisión apresurada de su joven hijo y amante.

No hijo mío… no me quedaré sola otra vez.

Arrancó el cuchillo de entre las tripas del muerto y mezclo su sangre con la de él.


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