11 de octubre de 2005

El orgullo de la pureza



Me desperté añorando esos años de cielo azul, de rayos de sol, ese maldito siempre omnisciente y fastidioso y lo previo al despertar.

Cualquiera diría que siempre es bueno despertar, aprender, deshacer la locura, el almidón que recubre tus principios judeo-cristianos de pueblo chico y el frío suelo donde por las siestas dormía escondido del calor.

Yo cuando niño, cuando muy niño, era feliz, era más feliz que niño.

Visitaba la iglesia, hasta que un día decidí quedarme. Tenía 8 años y ya había comulgado.

Una tarde el cura Miguel, confiando en el prematuro y maduro varón, me entregó las llaves de los pórticos de la iglesia. Seguramente mi carisma y convencimiento lo inclinó a confiar en un pendejo y no en esas viejas que deseaban tocar su santa e inorgánica virilidad.

La iglesia se llamaba, Niñito Dios o Dios Niño, o el Sagrado Niño Jesús o algo así.

No tiene importancia, lo que importa es lo que había dentro.

Uno al entrar, se topaba a la distancia con un gigantesco tipo semidesnudo, colgando de una cruz de madera real, el tipo no lo era, y mirando hacia los primeros asientos, cerca de donde los feligreses más importantes solían sentarse.

Los sábados temprano en la mañana, solía visitar la iglesia, barría los pisos con un estropajo que era más aparatoso y grande que yo.

Usábamos un combustible y aserrín para limpiar los pisos. Nunca fui bueno para esas tareas, lo mío no era la limpieza.

Un día Miguel me llamó ofreciéndome un trabajo menos pesado y mas agradable, el kerosene me había asqueado y el aserrín olía a gatera.

El me dijo:

“Sabés quien es Belcebú?”

“si, lo sé”

“sabes quien es el ángel Gabriel?”

“Si lo sé”

Y eso fue suficiente, me pidió que lavara mis manos y que lo alcanzara en las aulas.

Mientras me lavaba las manos, repensaba las preguntas y fruncí el seño, no sabía quien era Belcebú, sospechaba de mi honestidad con lo del Ángel, y esa mañana a solas en el templo lloré.

Si hubiera sabido un poco mas, si hubiera conocido antes a estos tipos solitarios, inexpugnables, llenos de falsedad, hubiera sentido provecho… pero era demasiado niño, demasiado joven, demasiado cristiano y admiraba sin desprecio a este humilde idealista.

Miguel, un polaco marxista devenido en cura del tercer mundo, notó las lágrimas ausentes, y se sentó a mi lado despejando mi soledad.

Confesé mi ignorancia y mi falta de escrúpulos para trepar en el favoritismo de la curia unipresente.

El me dijo “eso es lo que quiero que enseñes. Serás orgulloso, demostrá el orgullo de la pureza, enseñales.

Mi pecho, mi ego, mi orgullo se hicharon como un cerdo que muere ahogado.

Ese día estuve 2 horas frente a 10 personas de la misma edad, explicando el orgullo de la pureza…” Estoy orgulloso de ser puro, de ser santo, de ser tan bueno, de gustarle tanto a Dios.”

El día domingo me encontró madrugando, debía dar clases de orgullo, no sabía a tan corta edad que carajo era evangelizar, ni un sorete de lo que era el orgullo.

Pero sabía bien, sabía muy bien lo que es la pureza.

Ese domingo antes de la iglesia, bajo las faldas de una tía lejana, mi pureza, mi orgullo y mi cristianismo se perdió para siempre.

Después de pecar, después de este pecado carnal, la perdición me esperaba, nunca mas fue lo mismo.

Pensé que Dios me había fallado.

¿Como puede El equivocarse, y permitir que un tipo como yo, a esta edad, tenga una bruja de 17 años desnudándose en mi cama?

¿Como puedo yo privarme de esa fruta?

Ahí terminó el debate.

Dios se equivocó y por eso me perdió.

Fue todo por su culpa, perdí la pureza y el orgullo.

Desde ese día nunca fue lo mismo.

Lentamente, abandoné sin que se supiera la iglesia.

Después de un par de años supe de Miguel.

Murió de cancer al estomago, sufrió mucho, murió solo, pobre, lejos de Polonia, lejos de Marx, lejos de la utopía, cerca del infierno, cerca de mi.

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