Y cae en la noche el amanecer de los dioses que se esconden en mi espalda rompiendo mi espina y degradándome a un triste disfraz tirado en el suelo, dejándome olvidado.
Son los señores ocupantes.
Nadie los verá alimentándome mientras mamo el vino negro de las montañas de mi escondite norteño.
Tus ojos observan llenos de asombro y te encandilo con el brillo de mi ego que me cuelga como a un mono.
El suplicio ajeno y transvertido se cuece en las ollas de esas viejas brujas que azotan a los pobladores de mi escondite norteño.
Y sus brazos que me reciben en paz y con aprecio, se forman de tentáculos naranjas que brillan y sudan gotas rutilantes de endorfina cruda.
La marca.
Esa señal que solo los lobos ven en la frente de un amo cruel y noctámbulo, supura el frío de esas mañas del viejo diablo que cuida las puertas de mi infierno personal.
Nadie más va a entrar.
Es la salamanca escondida en las montañas doradas de mi escondite norteño, que me espera tibia y cautiva de mis deseos privados y la lujuria escondida a mi más abnegada amante.
Las paredes lo guardan todo. Las memorias quedan ahí, tatuadas en sus pliegos, ajenas a cualquier mirada.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario